Ayer me escribió -un inesperado honor- Héctor Abad Faciolince. Le había incluído en una lista de correos donde anunciaba a amigos y conocidos la creación de este blog, y me respondió con una vieja broma.
De Héctor Abad oí hablar por primera vez hace tres o cuatro veranos a mi amigo Rodolfo Plana, un librero santanderino, exquisito lector y cinéfilo, que me recomendó su libro, El olvido que seremos.
Uno de esos textos prodigiosos, llenos de magia, de rara honestidad, y repleto de historias e imágenes inolvidables. Creo que es el libro, junto a Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, que más he regalado, recomendado, prestado...
Todavía recuerdo la intensa emoción con que leí la muerte de su hermana, adolescente, a quien, ya deshauciada, su padre inyecta una dosis mortal de morfina, enfurecido porque ya no le quedan agujas esterilizadas. Y la frase con la que un amigo médico, también presente, intenta consolarle, "Héctor, eso ya no importa".
Meses después tuve la ocasión de escribir a Héctor Abad, y contarle cómo el libro me había conmovido como pocos.
Desde entonces hemos cruzado un par de correos más, y el de ayer en el que, indudablemente cortes, me comunicaba que visitaría este blog. Y me regalaba un viejo chiste que le había recordado el título, El don de la impaciencia.
Ese tipo que se dirige al altísimo rogando: "Dios mío, dame paciencia... ¡Pero dámela ya!"
Un gran tipo Faciolince. Y un bonito apellido.
4 comentarios:
Me has convencido Marchamalo:-) Éste lo compro.
O te lo presto... Lo mismo a Faciolince no le importa.
Besos. Gracias
Ya tengo idea santjordidiana ¡gracias!
Me alegro, C., no te defraudará.
Gracias a ti.
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