jueves, 27 de enero de 2011

Mañana con Gamoneda

Ayer pasé la mañana en León, con Antonio Gamoneda, hablando de sus libros, y de cómo los ordena. Y me contó de su biblioteca dividida en tres partes.
Una en el sótano, donde los libros permanecen en cajas, desordenados, hasta que decide qué hacer con ellos; llevarlos a las estanterías de la primera planta, cerca de donde trabaja, o subirlos al "infierno", como él lo llama.

El único -me cuenta- que en contra de lo que ocurre con todos los infiernos está en lo alto, en el desván de suelo de madera y claraboya.

Pero incluso ahí, como los dioses misecicordiosos, sube de vez en cuando Gamoneda, para revisar las cajas, repasarlas, y ver a cuál de aquellos libros condenados puede, de nuevo, bajar al sótano para estudiar un indulto.
Así que hay un trajín, siempre, de cajas, que suben y bajan, y torres de libros que, en su camino hacia arriba, al infierno, o hacia abajo, camino al purgatorio, se encuentran en algún descansillo, desconocedores, todos ellos, de la suerte que al final los espera.



Y me habló, con nostalgia, de una vieja colección de Dick Turpin que leyó de pequeño, y que no ha vuelto a encontrar en los estantes; y de ese poemario que publicó su padre en 1919, Otra más alta vida -el único libro que hubo en su casa durante tiempo- en el que aprendió a leer, y al tiempo, y casi sin querer, la poesía.
Hubo un tiempo -escribió- en que mis únicas pasiones eran la pobreza
y la lluvia.  

Me encantó conocerle. Ver sus libros. Charlar.

sábado, 15 de enero de 2011

Fotos y muñequitos

Me gustan los estantes llenos de cachivaches: papeles, postales, muñecos, figuras y pequeños recuerdos.
Un escenario, casi, de chamarilería, de museo de prodigios, de almacén de objetos desparejados.
Piedras, fósiles, fotografías, medallas y condecoraciones escolares.

Hay aviones, tijeras, cajas de cerillas que han ido llegando no sé sabe de dónde, un viejo tintero, una muñequita repetida de los Kinder, y un par de trozos de antiguas chimeneas ennegrecidas por el humo de Palermo. Me gusta ese universo de fragmentos traídos de aquí y de allá, cada uno con su historia minúscula.

Un pedazo de ámbar comprado en una feria de minerales; un trozo de adoquín de la Gran Vía; una horma de zapato al lado de una foto, en blanco y negro, de Calvino.
Una cuchara de alpaca, con iniciales; dos flotadores para pescar, la composición, en letras de plomo, de una invitación de boda, un cartucho de caza.

De cada uno podría contar su historia. O inventarla. Un barquito, dos pesas de balanza, cantos rodados -blancos, negros y grises- recogidos en una playa. Y las letras de madera de aquella antigua imprenta donde se hacían carteles.
Los testigos de la facultad de encontrar, o también de ser uno el encontrado. 


domingo, 2 de enero de 2011

Antonio Porchia

He leído en alguna parte que fue carpintero, tejedor y tipógrafo, entre otros oficios, y que, cumplidos los cincuenta, se retiró a una casa con su mujer, a las afueras. Llevó a partir de entonces una vida modesta en la que cambiaba con frecuencia de domicilio, siempre a uno más pequeño, viviendo de la diferencia de precio con el que dejaba.

En 1943 sus amigos le habían editado sus "voces", una especie de aforismos poéticos, en una edición sufragada por ellos que prácticamente se distribuyó sólo en bibliotecas.



Durante años, sus frases pasaban de mano en mano, fotocopiadas una y otra vez, copiadas en cuartillas o cuadernos, o tomadas al dictado cuando, de vez en cuando, le invitaban a leerlas por  radio.

"Se vive con la esperanza de ser un recuerdo"; "Todos pueden matarme, pero no todos pueden herirme"; "Hay olvidos que son quien olvida"...


Allí, en su casa, recibía con frecuencia a sus amigos, y se dedicaba a escribir, "esas pequeñas cosas que yo hago", como él las definía, y que fascinaron, en París, a Quenneau y a Breton.
Hace unos años la editorial Pre-textos publicó Voces Reunidas. Manuel Borrás había encontrado uno de sus libros en una librería de viejo, en Buenos Aires, y quedó fascinado por su poesía y su mirada lúcida y melancólica.
Murió en 1968, tras resbalar de la escalera a la que se había subido a podar uno de los árboles de su jardín.

"Te llevaré flores -escribió- donde ellos saben que estás y donde yo sé que estás; en ambos lugares distintos"


Página dedicada a Antonio Porchia