Hace ahora algo más de un año fui a entrevistarlo a su casa, en Madrid, para una sección que el cultural de ABC dedicaba a las bibliotecas de los escritores. Y me encantó, su trato amable, sus palabras exquisitas, y su afabilidad sin imposturas.
Hablamos de libros, claro, y me dedicó éste ejemplar de La casa verde con un rotulador de tinta azul turquesa, que me pidió prestado. Era mi cumpleaños, y fue un bonito regalo.
Incluyo aquí abajo un fragmento -por no abusar- del texto que publiqué en su día y que se titulaba "Los libros de las cuarenta casas".
las fotos están hechas esa tarde allí en su biblioteca.
Un día, hace años, decidió hacer un recuento de las casas en las que había vivido. Un plano exhaustivo de ese universo, difuso, de sillones y cuartos de estar, rincones vagamente familiares, habitaciones y armarios. Estableció, por abreviar, un mínimo de un mes de estancia para que contaran; pisos, cuartos, apartamentos, habitaciones de hotel, hasta que la lista superó las cuarenta. Y ahí lo dejó.
Los libros –dice, por experiencia, con solidaridad secreta- sufren con los traslados. Se rozan las cubiertas, las esquinas se doblan y con irritante frecuencia se extravían en ese agujero negro de maletas y cajas, equipajes y bolsas y bodegas de barcos y de aviones.
Y algo de esa dispersión del viajero infatigable, de mudanza y trasiego, hay en la biblioteca de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Las huellas de la errancia, las idas y venidas y las cuarenta casas. Eso y un vago rastro de los libros perdidos: los de su adolescencia, sus primeras lecturas, los textos de colegio y de universidad que devoraron –pacientes e insaciables- el tiempo, el polvo y los gusanos, no sé si exactamente en ese orden.
Era 1958. Dejaba Perú para viajar a Europa y tras él, envueltos en naftalina y picadura de tabaco negro, algo más de mil libros guardados cuidadosamente en cajas en el desván de la casa de sus abuelos, allí en Lima; el peor clima del mundo para el papel. Cuando regresó, cinco años después, se encontró con el escenario de la catástrofe: las cajas deshechas, lacias, abiertas muchas de ellas, abarquilladas, y los libros enmohecidos, llenos de puntos de óxido, y horadados de túneles y galerías por los que la polilla se había abierto camino, sobre todo –misterio nutritivo, alimentario - en las cajas de los libros de historia.
Recuerda una rareza que dejó en el desván. Un tratado de Pascual de Gayangos sobre novelas de caballerías que desapareció y supuso malcomido, y que encontró tiempo más tarde –uno de esos milagros de los libros- perdido en la tienda de un anticuario que se lo vendió sin saber que era suyo. Porque siempre ha tenido la costumbre, algo escolar, burocrática, de acta o atestado, de firmar los libros con su nombre, la fecha y la ciudad; de anotarlos y, una curiosidad inquietante, también de puntuarlos. Del uno al veinte, como se hace en las escuelas en Perú.
Así, en las páginas de cortesía de muchos de sus libros figura la calificación, ostensible en el caso de los autores muertos, y oculta, a veces en las cubiertas, disimulada, si están vivos. “Escondo la nota para evitar que un día, por accidente, puedan ver el libro, y descubran que su puntuación no es alta”, afirma. “Y con los escritores amigos, como no puedo ser objetivo, no los califico o, en todo caso, lo hago de una manera mental”.
1 comentario:
Algún día 11 de febrero, es posible, te prestare un rotulador amarillo (mi (tu) libro es amarillo) para que me dediques mi (tu) “ La tienda de palabras”
Un abrazo.
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