miércoles, 28 de marzo de 2012

Chagall

Chagall. Una vez en París, ya consagrado, le hicieron una entrevista y pidió que, por favor, no le preguntaran otra vez que por qué pintaba cabras de color azul, mujeres que vuelan, vacas con terneras en la tripa...
Años más tarde, en Rusia, se celebraba el primer anirversario de la revolución de octubre, e hizo unos bocetos que sus alumnos conviertieron en enormes murales bajo los que los obreros, entusiastas, desfilaron puño en alto cantando La internacional.  




 

Pero los comisarios políticos, los mariscales con el pecho cubierto de medallas, los cargos del Partido miraban los dibujos de Chagall murmurando -las cejas alzadas, el gesto receloso- y se preguntaban entre ellos, con desgana, a media voz. 

¿Por qué las cabras son de color azul?, se preguntaban. ¿Por qué vuelan las mujeres? ¿Eso qué significa?

lunes, 19 de marzo de 2012

Escritorios

Miro mi escritorio en esta foto, e intento verlo como algo ajeno. Y la primera impresión es de zozobra; un aroma a almoneda o chamarilería.
Veo libros, un flexo,  un portátil, y delante una zona oscura, marrón, en la que se ha borrado, con el tiempo, la pintura azul del resto de la mesa. 
Veo un óleo, abajo a la derecha, que me regaló Mazarío, un reloj sobre un cuaderno abierto, y en la pared, una foto de Walser y otra de Baudelaire como dos santos laicos. 

Hay  algo de escenografía casi teatral en los lugares donde se escribe, una coreografía de lo propicio de la que uno inconscientemente se rodea.
 

Siempre me han interesado esos lugares –escritorios, mesas, estudios de pintores-, porque tengo la sospecha fundada de que no son ajenos a la propia creación. Que de algún modo forman parte de ella y que, también de algún modo, la explican.

Así, en esta voluntad confesa de inventario,  me fijo en los cocodrilos de Urberuaga, en los grabados de Pat Andrea, a la izquierda  –dos de esas mujeres suyas de una carnalidad atribulada- , y en un tintero de tinta azul turquesa,  Encre des mers du sud, se llama. 
Veo también una agenda, un diccionario, una batuta y una nota –en el primer estante- de Antonio Gamoneda (esa caligrafía suya, que es casi cuneiforme), al lado de una caricatura de Jorge Ibargüengoitia que me envió Damián Flores, fascinado, después de leer Las muertas.

 









Hay soldados de plomo, avioncitos, cajas de lata, minerales y piedras traídas de por ahí. De Roma, de Lisboa… Un trozo de empedrado que recogí  junto a la iglesia do Carmo, y que pudo, por qué no, pisar Pessoa, con su paso apretado, su maleta de cuero y su  bigote isósceles. 

No se ve, pero hay una estrella de la Orden de la Estrella Roja de la URSS que compré en un anticuario, y hay lápices, bolis que nunca escriben, sacapuntas  y un gormiti que me regaló mi hijo, Andrés, y que me dice que se llama Ópalo Negro. 

Un paisaje caótico, un tanto abigarrado que ahora miro como si fuera un cuadro; entrecierro los ojos y lo convierto en una mancha: azul, naranja, blanca…

¿Y esto lo limpias tu?, recuerdo que preguntó una vez, alarmada, una visita. Y sí, sí que lo limpio, y también como parte de la propia escritura. Mientras  pienso y doy vueltas a un texto, a una frase, cojo el plumero y limpio: la estrella roja, las piedras lisboetas, el retrato de Conrad y el gormiti de Andrés que, me insiste, se llama Ópalo Negro. 



 






El Proyecto Escritorio, original de Jesús Ortega, comenzó a publicarse a principios de este año. Un blog en el que narradores, ensayistas, poetas, reflexionan sobre el espacio de la creación. 
Esta semana ha salido el mío, que puede verse AQUÍ.

Las fotografías pueden ampliarse pulsando sobre ellas.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Delibes, Don Miguel

En diciembre de 1999 me condedieron el Premio Miguel Delibes de Periodismo, que otorga cada año la Asociación de la Prensa de Valladolid.
Un premio que tenía el atractivo especial de conocer a Delibes, que recibía al premiado en su casa.
Y guardo, como oro en paño, las fotos de aquella tarde: Don Miguel -a quien recuerdo encantador, socarrón, cariñoso- sentado en una mecedora, y aquella teckel que iba y venía, traviesa y divertida, todo el tiempo.


Miguel Delibes en 2000
Desde aquel día, y durante años, intercambiamos cartas cuatro o cinco veces al año, las suyas siempre atentas, generosas, de letra difícil, un poco jeroglífica.  
No recuerdo todos los libros que he leído de Delibes. Muchos en todo caso, todos imprescindibles: Los santos inocentes, Cinco horas con Mario, El camino, Diario de un cazador, o el deslumbrante El hereje, que me traje dedicado de aquel viaje.


No es sólo uno de mis escritores predilectos, sino un ejemplo de coherencia y honestidad.
Siempre me interesó lo que decía, y siempre valoré sus opiniones sobre los más diversos temas.Pero sobre todo admiraba de él su generosidad, su lucidez, no exenta de cierto inevitable escepticismo, y su compromiso con el mundo que le tocó vivir.

Volvimos a vernos a finales de 2009, cerca de su casa. Nos encontramos en mitad del paseo que daba cada mañana, y allí, sentados en un banco, charlamos de esto y de aquello y le llevé un ejemplar de 44, el libro que acababa de publicar, y que le había dedicado.
Luego le acompañamos a su casa, andando. Íbamos su hija Elisa, su amigo Ramón García y yo. Recuerdo perfectamente su despedida, "Adios Marchamalo, suerte con tus cosas" mientras subía las escaleras del portal.


Esta semana ha hecho dos años que murió. Uno de los más grandes escritores contemporáneos, y un tipo excepcional, Don Miguel.
Fue una fortuna irrepetible conocerle.

martes, 6 de marzo de 2012

Antonio Santos, árboles y sombreros

Le escribí, hace ya tiempo, el texto para el catálogo de una de sus exposiciones. Se titulaba Cinco veces Santos, y era un repaso por alguno de sus recuerdos: la primera caja de pinturas que le regalaron, de niño; su tía, la pintora Ángeles Santos; sus colecciones de monedas, o sellos que recuperaba de las cartas, metiéndolas en agua.

Me habló también de aquellos  veranos con su familia en Cadaqués, en los que recordaba, por ejemplo, haberse cruzado por la calle con el joven que había servido de modelo a Dalí para su Cristo. Un tipo de pelo largo, rizado, medio hippy, que vestía con una túnica clara, y al que sólo le faltaban los estigmas.


Siempre me han gustado los dibujos de Antonio, sus cuadros, sus personajes de rostros expresivos, un tanto ausentes, siempre, sus muñecos tallados en madera y sus esculturas.

Ésas que hace en mármol de Calatorao, negras como la tinta de calamar, suaves al tacto y de una emotiva, intrigante y amorosa candidez.













La semana pasada inauguró una exposición de sugerente título, Arte Degenerado, en la galería madrileña Ra del Rey, con su obra más reciente, repleta de imaginación, color y  sutileza, y esa mirada suya, locuaz y juguetona: paisajes, coches, casas, árboles y sombreros.




A la exposición ha llevado también unos broches, de pasta, hechos a mano -calaveras y caras- todos distintos. Y fue un gusto, al salir de la inauguración, ver que todos llevábamos uno en la solapa.


La exposición estará abierta hasta el 16 de marzo, y Antonio Santos tiene un blog que podéis ver AQUÍ.