viernes, 29 de octubre de 2010

Cien años de sus versos prodigiosos

Me llamó la atención esa historia, casi todavía adolescente. El joven Miguel rondaba a una chica, que iba cada tarde a estudiar a un taller de costura, en Orihuela. Un día preguntó a sus compañeras por su nombre. Se llama Rosa, le dijeron, coquetas y risueñas. Y esa noche, en su casa, le escribió un poema que empezaba:

Por ser esposo de una rosa gime,
mi cuerpo de claveles labradores
y ansias de ser rosal de ti lo encienden.

Al día siguiente se lo recitó. Ella dijo que sí, que le gustaba, que le parecía bien, pero que se llamaba Josefina.

Siempre hay en la vida de Miguel Hernández  un poso de calamidad, una sombra, una premonición, una fatalidad sórdida y reiterada... Aquella Josefina acabaría siendo su mujer, años más tarde. Y el único regalo de boda que recibió, un reloj de oro con el que le obsequió Vicente Aleixandre, le conduciría a la cárcel, la tortura y la muerte.
Hoy se cumplen cien años de su nacimiento, en Orihuela, y recito sus versos de memoria.

Cien años hace de ese padre que nunca lo entendió; de una madre marcada por la temprana muerte de tres de sus pequeños. Cien años de coscorrones y de pelo a cepillo -el pelao, le llamaban-; cien años de irse al monte con una máquina de escribir y un diccionario; de sus amigos, Neruda y Aleixandre; de la mirada torva de Cernuda... Cien años de la guerra, en el Quinto Regimiento -americana y gorrillo cuartelero en la fotografía del carné-; cien años de sus versos prodigiosos.

                                             Menos tu vientre,
                                             todo es futuro
                                             fugaz, pasado
                                             baldío, turbio. 


En mayo de 1939, perdida ya la guerra, cruza clandestinamente la frontera
de Portugal. Es arrestado por la Guardia Nacional tras recibir una denuncia. Había vendido, para comer, el reloj de oro que le regaló Aleixandre, y un traje, y el comprador pensó que eran robados.

Comenzó un calvario de cárceles y celdas, enfermedades, cartas... Durante meses su mujer, Josefina, sacó sus versos de la cárcel en la tapa de la lechera donde, a diario, le llevaba caldo.

La mañana del 28 de marzo de 1942, cuando fue a dejar en el mostrador de la entrada la bolsa de comida que le lleva, el guardia le hizo un gesto con la mano para que la recogiera.  El recluso Miguel Hernández Gilabert había muerto esa madrugada de fimia pulmonar, según el certificado de defunción.
El cadáver no pudo velarse porque en las tapias del cementerio todavia llevaban presos a fusilar de madrugada.

No había cumplido 32 años.

jueves, 28 de octubre de 2010

Cinco mujeres y Pat

El otro día presenté en la galería Dan Benveniste, una carpeta de grabados de Pat Andrea, Cinco mujeres, con textos de Ignacio Gómez de Liaño.

Pat, holandés de nacimiento, vivía en Buenos Aires en 1976, cuando Videla encabezó el golpe que, de la noche a la mañana, convirtió el país en un campo de concentración. Allí, vivió ocho meses de zozobra, de llamadas que nadie respondías, de fusiles y desaparecidos.

De vuelta en Europa,  hizo una serie de dibujos que tituló La puñalada: cuchillos y puñales que alguien siempre clava por la espalda, a traición. Con ellos fue a ver a Cortázar a principios de los años ochenta, para que le firmara un texto para un libro. 

Y me habló hace años de aquel encuentro en París, y del viejo cronopio, inmenso y desgarbado, tan alto que tenía que agachar la cabeza para no darse, en su propia casa, un golpe con el quicio de la puerta.

Cortázar le escribió un cuento, El tango de la vuelta, que se publicó junto a los dibujos de Pat en 1982.
Sobre la novelesca historia de ese libro, perdido durante más de veinte años en un destartalado guardamuebles en Miami, escribí un artículo hace tiempo, que puede consultarse en el Centro Virtual Cervantes.

De su obra, siempre me ha gustado ese universo, complejo y misterioso, lleno de mujeres insunuantes y carnales. 
Ojos, piernas, escotes, pero también  bocas exageradamente abiertas, ojos llorosos, gestos aterrados. Algo de una calamidad dramática y sin embargo extrañamente plácida.

Hablamos de sus viajes, de su acento, cosmopolita y genérico, como los medicamentos, que es en sí mismo un idioma.

Hablamos de sus cinco mujeres: la virgen, la madre, la seducción, la belleza, la histeria... Y hablamos de su estudio, en París, un antiguo matadero forrado del suelo al techo de azulejos blancos inmaculados, algo ambulatorios, y de pequeños cristales cuadrados, por los que entra la luz, pero que impiden ver lo que hay afuera.
Hoy me ha hecho gracia, viendo el blog de Vicente Almazán, encontrarme una foto de Andrea en el balcón de la galería. 

Casualidades.


La carpeta Cinco mujeres está editada por Vuelapluma.

viernes, 22 de octubre de 2010

Ex libris

Siempre me han gustado los ex libris. Esos sellos o etiquetas que aparecen en las paginas de un libro, y que dicen que nos pertenece.

No sabria decir por qu.e sello mis libros, no lo hago con todos, pero sí con aquellos que me gustan o interesan. Tal vez tenga que ver con un remoto recuerdo escolar: poner el nombre, el curso, el numero de lista, por si se nos perdia.

Ya sé que contraviene todas las normas del exlibrismo, que aconsejan tener un unico ex libris toda la vida, pero yo me hago uno nuevo cada año, casi siempre ilustrado por algun amigo pintor

Por ejemplo, Damian Flores, tipo genial y generoso, que hace años me regalo este curioso juego de iniciales, y después el retrato de Pessoa, abajo, con gabardina y sombrero de ala, en verde. 
 
Porque para cada uno de ellos busco, también, un color de tinta: azul, violeta, verde... O roja, como la de este año, para el ex libris diseñado por mi amigo Javier Zabala, una tarde que fui a su estudio, en Madrid -abajo a la derecha- lleno de tintas, lapices, papeles y cuadernos llenos de prodigios.










 








Y termino con el del  año pasado, aqui al lado. Un regalo de Antonio Santos -pintor, escultor, ilustrador-, que me sorprendió con este sello: un tipo, que se me parece sospechosamente, sentado en una silla con un libro, y un tiesto.
Y debajo el nombe, Marchamalo.
Se equivocó, pensando que estaba haciendo un grabado, y lo dibujo al revés. De modo que para poderlo leer correctamente hay que verlo reflejado.

Que sensación genial sentir que se esta del lado del espejo que no es.

jueves, 14 de octubre de 2010

Escritores y gatos

Siempre que hablo de escritores y gatos, me viene a la cabeza esa foto de Cortázar. Él grande y despeluchado, la mirada atrevida, melancólica y franca, y ella en una pose aristocrática, tan felina, distraída como todas las gatas. 

Se llamaba Franelle, y perdió alguna de sus vidas -los gatos franceses tienen nueve- cuando cayó desde el tejado de la casa por el que le gustaba, como a todos los gatos, escaparse. 
Hay una vinculación secreta, extraña, no sé si inexplicable, entre los escritores y los gatos.

Los gatos, es verdad, tienen una zalamería literaria. Se enredan en las piernas, ronronean o maúllan con poética melancolía, y se acuestan, cálidos y mullidos, sobre el regazo, siguiendo con la mirada cómo se mueve el lápiz sobre el papel.
 
Hay decenas de escritores que se han fotografiado con sus gatos. Hemingway (arriba, a la derecha) en su habanera "Finca Vigía"; el viejo Hesse (a la izquierda, arriba) y su mirada gris helada; o Keruac, el viajero, con su gato en los brazos, como si fuera un niño ¿Cómo se llamaría?
Siempre me han provocado curiosidad los nombres. María Zambrano, que llegó a tener un nutrido ejército de gatas, allí en su casa en Roma, las llamaba Pelusa, por ejemplo,  Tigra, Lucía o Blanquita.

He leído en alguna parte que Twain (abajo) buscaba siempre para ellos nombres sonoros y provocadores. Los llamaba Bufón, Gato perdido, Perezoso... Y a veces Puré agrio, Pestilencia, Pecadillo... No sé cómo sonará Pecadillo en ese inglés sureño de cachimbas y barcos de palas, en el Mississippí, pero me parece un nombre divertido para un gato.

Una vez, siendo niño, le recetaron un jarabe de gusto apestoso. Y cuenta en sus memorias cómo, mientras su madre no miraba, aprovecho para echarlo en el comedero del gato, en la cocina.
Y allí vio cómo se acercaba curioso y lo olía, y comenzaba a a relamerse. Y al poco vio como el gato, igual que si hubiera recibido una descarga eléctrica, empezó a correr por la cocina, atropellado, y a saltar contra las paredes, hasta que acabó escapando al jardín por una ventana.

Aquel gato no volvió a mirar a Twain sin recelar. Y Twain echó el resto del jarabe por el lavabo.





viernes, 8 de octubre de 2010

Los libros de Vargas Llosa

Me encantó, ayer, la noticia de la concesión del Nobel a Vargas Llosa de quien recuerdo la lectura entusiasta de Pantaleón y las visitadoras o La tía julia y el escribidor, la  deslumbrante Conversacion en la catedral, o La fiesta del Chivo.

Hace ahora algo más de un año fui a entrevistarlo a su casa, en Madrid, para una sección que el cultural de ABC dedicaba a las bibliotecas de los escritores. Y me encantó, su trato amable, sus palabras exquisitas, y su afabilidad sin imposturas.

Hablamos de libros, claro, y me dedicó éste ejemplar de La casa verde con un rotulador de tinta azul turquesa, que me pidió prestado. Era mi cumpleaños, y fue un bonito regalo.

Incluyo aquí  abajo un fragmento -por no abusar- del texto que publiqué en su día  y que se titulaba "Los libros de las cuarenta casas".
las fotos están hechas esa tarde allí en su biblioteca.

Un día, hace años, decidió hacer un recuento de las casas en las que había vivido. Un plano exhaustivo de ese universo, difuso, de sillones y cuartos de estar, rincones vagamente familiares, habitaciones y armarios. Estableció, por abreviar, un mínimo de un mes de estancia para que contaran; pisos, cuartos, apartamentos, habitaciones de hotel, hasta que la lista superó las cuarenta. Y ahí lo dejó.
Los libros –dice, por experiencia, con solidaridad secreta- sufren con los traslados. Se rozan las cubiertas, las esquinas se doblan y con irritante frecuencia se extravían en ese agujero negro de maletas y cajas, equipajes y bolsas y bodegas de barcos y de aviones. 

Y algo de esa dispersión del viajero infatigable, de mudanza y trasiego, hay en la biblioteca de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Las huellas de la errancia, las idas y venidas y las cuarenta casas. Eso y un vago rastro de los libros perdidos: los de su adolescencia, sus primeras lecturas, los textos de colegio y de universidad que devoraron –pacientes e insaciables- el tiempo, el polvo y los gusanos, no sé si exactamente en ese orden. 

Era 1958. Dejaba Perú para viajar a Europa y tras él, envueltos en naftalina y picadura de tabaco negro, algo más de mil libros guardados cuidadosamente en cajas en el desván de la casa de sus abuelos, allí en Lima; el peor clima del mundo para el papel. Cuando regresó, cinco años después, se encontró con el escenario de la catástrofe: las cajas deshechas, lacias, abiertas muchas de ellas, abarquilladas, y los libros enmohecidos, llenos de puntos de óxido, y horadados de túneles y galerías por los que la polilla se había abierto camino, sobre todo –misterio nutritivo, alimentario - en las cajas de los libros de historia. 



Recuerda una rareza que dejó en el desván. Un tratado de Pascual de Gayangos sobre novelas de caballerías que desapareció y supuso malcomido, y que encontró tiempo más tarde –uno de esos milagros de los libros- perdido en la tienda de un anticuario que se lo vendió sin saber que era suyo. Porque siempre ha tenido la costumbre, algo escolar, burocrática, de acta o atestado, de firmar los libros con su nombre, la fecha y la ciudad; de anotarlos y, una curiosidad inquietante, también de puntuarlos. Del uno al veinte, como se hace en las escuelas en Perú.
Así, en las páginas de cortesía de muchos de sus libros figura la calificación, ostensible en el caso de los autores muertos, y oculta, a veces en las cubiertas, disimulada, si están vivos. “Escondo la nota para evitar que un día, por accidente, puedan ver el libro, y descubran que su puntuación no es alta”, afirma. “Y con los escritores amigos, como no puedo ser objetivo, no los califico o, en todo caso, lo hago de una manera mental”.