Mi amigo Damián Flores inaugura una exposición el próximo 8 de agosto en Hinojosa del Duque, y me ha pedido un texto para el catálogo.
Llama la atención la sonoridad de los lugares que Damián retrata. Se llaman Cubillanas, La liebre, Malagón… Una sonoridad atávica, casi esencial, exenta de artificio de esos paisajes cuyo nombre parece haber surgido directamente de la tierra, después de haber en ella madurado. Se llaman Cambrón, Valdeperdices, Hato viejo…
Me cuenta Damián
Flores que, desde hace tiempo, va trazando un mapa emocional de estos parajes
suyos, de infancia. Casas, haciendas, viejos establos, perfiles de tejados, chimeneas,
empalizadas, tapias, cuyos nombres ha olvidado ya, o desconoce, y sobre los que
después pregunta a los vecinos.
Ese mar de espigas que cambia de color, del verde al ocre, y que separa, como una mancha inmensa, ésta sí, sin nombres ni apellidos, Belalcázar de Hinojosa del Duque.
Me cuenta
Damián que esos son sus paisajes. El escenario de aquellos veranos
interminables, que eran como un paréntesis de fútbol y melones, de baños en el
río, de siesta obligatoria, sudorosa, de horas, en las casas oscuras, cerradas,
como si el tiempo estuviera detenido.
¿Todo el mundo se acuerda de las siestas sin sueño, despaciosas como una condena?
Me cuenta que salía a esos campos que todo lo rodean –la luz de la canícula, rastrojos- con un caballete, y óleos, a pintar, y que tenía siempre tres o cuatro cuadros empezados del campo a diferentes horas: recién amanecido, a mediodía, caída ya la tarde, anocheciendo. Y que pasaba de un cuadro a otro, según iba también pasando el día con el castillo al fondo, omnipresente.
Me habla de
esta luz del verano, afilada y caliente, en la que se mezcla el verde original
de los olivos con los ocres del campo, de todos los colores, amarillo, seco,
quieto, difuso, y los rojos henchidos, orgullosos e intensos de las tejas bajo
el cielo en verano, de un azul persistente.
Y esos
blancos lechosos de las fachadas, lejos, en los que apenas se adivinan ventanas,
tal vez puertas, casi siempre cerradas, misteriosas, y la quietud plomiza de
las tardes, al sol, y solitarias.
Veo los
cuadros de Damián, uno a uno, despacio: el campo solitario, las lomas allí al
fondo, y ese sol de la infancia, el de los versos, los pantalones cortos, los
nidos en el techo del pajar, y el silencio de la hora de la siesta, en el que
los niños, a oscuras y callados, están siempre despiertos.